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Jason Bourne

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Hace doce años Jason Bourne perdió al amor de su vida, pero acabó ganándose a sí mismo. El asesinato de un ser querido es un detonante consustancial al género de acción hasta el punto de que ha terminado convirtiéndose en un simple mecanismo pero rara vez ha sido tratado con tanta dignidad e importancia como en The Bourne Supremacy, donde la muerte de su pareja impulsa a nuestro protagonista a emprender de una vez por todas su camino hacia la redención — hasta el punto de que acaba destruyendo medio Moscú solo para pedir perdón — en cumplimiento de una promesa tácita: no tienes por qué ser un asesino, aunque todas las circunstancias conspiren en tu contra. Entre esta decisión moral y el particular nervio visual que otorgó Paul Greengrass, Jason Bourne se convirtió en un héroe de acción diferenciado de otros compañeros de género al actualizar de manera sobresaliente y sin fisuras un arquetipo tradicional: un hombre en busca de su conciencia en un mundo moderno carente de ella.

Lamentablemente y por algún motivo, sus dos últimas entregas se han dedicado a que nos olvidemos de ello: al subrayar constantemente el hecho de que nuestro protagonista participó voluntariamente en el mismo programa de asesinos al que intenta renunciar, su secuela, Ultimatum, se convirtió en una película no exactamente desconectada, pero sí contradictoria con el mensaje que tan bien se ajustó al personaje. Esta última entrega intenta rectificar ese curso pero nunca llega a conseguirlo de manera rotunda, primero, porque el derrotero está agotado. Segundo, porque está en parte constantemente obstaculizada por el hecho de que, como sucediera en la entrega anterior, sobrecompensa potenciando con la otra gran característica del personaje, su aura de invencibilidad, hasta el punto de que rebasa la fina línea entre lo molón y lo sobrehumano, con consecuencias relativamente desastrosas para la narrativa. De ahí la emerge la desagradable sensación de “greatest hits” que ha aparecido mencionada en numerosas reseñas — y de la que nos advirtieron incluso sus responsables en entrevistas previas –.

Y es una verdadera lástima, porque en lo que acción se refiere Jason Bourne es Greengrass en la cima de sus superpoderes.

© Universal Pictures

© Universal Pictures

Antes de poner un monumento al director de Surrey… ¿qué es eso de “relativamente desastrosas”? Significa “perjudiciales, pero desde cierto punto de vista bastante cachondas”. Os explico: buena parte de la historia de Jason Bourne gira en torno a un programa secreto conspirado a pachas entre el director de la CIA (Tommy Lee Jones, que te odia a ti, a tu hija recién nacida, a los arco iris y a los unicornios) y “Not Mark Zuckerberg” (Riz Ahmed) para introducir una “puerta trasera” en Deep Dream (una red social nunca del todo explicada pero vamos es Facebook) que permitirá al Gobierno acceder sin cortapisas al contenido privado de sus usuarios. Si estáis pensando que la película va a aludir al dilema entre privacidad y seguridad que domina buena parte de la narrativa política y social de nuestros días, estáis en lo cierto.

Pero si pensáis que va a realizar una declaración al respecto, lamento deciros que no, porque se da la circunstancia de que esta trama está tangencialmente relacionada con nuestro hamijo Jason Bourne, y Jason Bourne no tiene un particular interés en las redes sociales. O en comer. O en hablar. Jason Bourne 2016 solo tiene un propósito en la vida: destruir a sus enemigos, ejecutar su alma, bañarse en su sangre y someter guantazos a subasta hasta sacar la Tierra de su órbita. Jason Bourne 2016 posee tales poderes de precognición que los gemelos de Minority Report le piden consejo para hacer las quinielas. Jason Bourne 2016 se pasó el Dark Souls mirando fijamente al Rey Gwyn hasta que le bajó la barra de vida automáticamente. La mascota de Jason Bourne 2016 es un gato de Schrödinger y sabe cuándo hay que darle de comer. Jason Bourne 2016 no es un ser humano: es una presencia, una que acaba consumiendo cualquier mensaje que Greengrass y y su montador y coguionista Christopher Rouse intentan dilucidar, y una que automáticamente acaba desmereciendo a sus enemigos porque resulta incomprensible que sigan adelante con cualquier plan que decidan emprender sabiendo que su nombre aparece de por medio.

Es tal la influencia que ejerce sobre la acción, y aquí llega la parte desastrosa, que la película se mueve al ritmo que impone su protagonista y ese ritmo es “al trote”. Jason Bourne 2016 no tiene ningún sentido de la urgencia. Llega a un lugar con un propósito que consigue sin atravesar muchas dificultades — o, mejor dicho, dificultades aparentemente insalvables, la vidilla del género — y repite el mismo patrón hasta que la película se termina. Ya no tenemos ningún tipo de percepción sobre él y se nos presenta de una manera tan distanciada que el objetivo personal que busca aquí es revelado a través de la lectura de un informe. Cualquier intento que hace la película de establecer un vínculo personal entre Bourne y la protagonista femenina de la película fracasa porque Alicia Vikander queda mayoritariamente a expensas de la siguiente decisión que le brote tomar al Azote de los Cárpatos, Tristeza de Moldavia.

Llegados a este punto, la respuesta histórica y habitual en este tipo de casos con “protagonista de acción estándar chetao” es proporcionar un cuadro de secundarios ultracarismáticos que minimicen el hecho de que nuestro héroe les está convirtiendo en fregonas (“¡WALKER, CABRÓN! o “Es como una cucaracha, cada vez que crees que le has matado”… ya sabéis el percal), pero el mundo de Greengrass no se distingue por sus aspavientos. Sin Tom Hanks, sin James Nesbitt, sin Franka Potente o el pasaje del United 93 de por medio, acaba siendo monocorde y burocrático. Vincent Cassel está a punto de salvar el día como el antagonista directo de la película, pero lo hace más por medida de talento — tras pasar en 2007 por las manos de Cronenberg y de Gavras en 2010 juega en otra división al 99 por ciento del resto de los mortales — que por el deseo de Greengrass de dar una verdadera identidad a su personaje. Tiene otros intereses en mente. Y esos intereses son, con el permiso de Michael Bay en 13 Horas, las mejores escenas de acción del año.

Dado que carece de anclajes emocionales y es incapaz de generar interés en cualquier cosa que pueda decir sobre el mundo de nuestros días, Jason Bourne no puede ganar a los puntos a través de la constancia de su historia, pero está condenadamente cerca de conseguir un KO directo a base de golpes puntuales de genio. Tanto, que la gloriosa persecución en Grecia está condenadamente cerca de conseguirlo. Sucede a los diez minutos de película y casi gana el crédito suficiente para que la película aguante otros 80 más de “Bourne yendo a sitios”, hasta el clímax en Las Vegas, más aparatoso, más Hollywood, y que palidece por la sencilla razón de que la secuencia en moto por las calles atenienses durante la protesta social contra las medidas de austeridad es simplemente un clásico instantáneo del género por ofrecer uno de los mejores aprovechamientos de un espacio caótico que he visto en una gran producción desde Hijos de los Hombres.

Y lo es en buena medida a la apuesta personal de Greengrass, Rouse y su director de foto Barry Ackroyd de sacrificar el punto exacto de dinamismo visceral a cambio de claridad geográfica. Aun conservando rasgos distintivos — los deliberados saltos de raccord, la cortísima duración media de plano (de los casi 4 segundos de Liman en la primera entrega hemos pasado al límite de los 2, más allá del cual lindamos con lo biológicamente incomprensible) y la estabilización final antes del corte — Greengrass nos aporta ahora muchas más ayudas para ordenar la secuencia, tirando montajes paralelos con los GPS en la sala de la CIA que sigue la persecución o bien — aún más eficaz — relacionando constantemente e in situ a perseguidor y perseguido en medio de una tormenta de cañones de agua, barricadas callejeras, gases lacrimógenos y colchones en llamas, por no mencionar que es el único momento en el que Bourne parece adquirir cierta relevancia ideológica: ex espía y manifestantes enfrentados ambos contra una idea de regulación. Es un momento breve, es escaso, pero en sí mismo es la declaración de que Greengrass, si decide proseguir en un futuro con la franquicia, no solo no tiene que solucionar ni muchísimo menos un producto enteramente fallido, sino que ciertas ventajas históricas siguen intactas… y mejor que nunca, si me apuráis.

El problema es que el derrotero moral por el que está discurriendo nuestro protagonista no anticipa buenos augurios. Puede ser una exageración mía pero estoy empezando a ver serios paralelismos entre Jason Bourne y John McClane porque sus personajes albergan características fundamentales que son contraproducentes con la existencia de una saga a largo plazo (¿Cuántas veces va Bourne a luchar contra su pasado? ¿Cuántas veces McClane se va a encontrar en el peor lugar en el mejor momento?) porque hay recorridos que en el cine solo se pueden hacer una vez. Si eres muy bueno, si eres Greengrass en Supremacy o McTiernan en La Venganza, puedes hacerlo dos veces. Pero implica un nuevo plan de juego. Plan de juego que Bond no necesita, plan de juego que Ethan Hunt no necesita. Ellos pueden seguir hasta el infinito misión tras misión. Pero la misión de Bourne es una misión de sí mismo, y la cumplió con creces y más allá del deber en la segunda entrega. Todo lo que quedan ahora son rescoldos.


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