El niño y la bestia es una obra de artesanía. Es una expresión que utilizamos habitualmente para distinguir películas de realizadores “competentes”, “al servicio de la historia”, “profesionales”… y “carentes de una voz íntima y arriesgada, con tendencia a permanecer en lo génerico”. A pesar de que la usamos desde el cariño y solemos echar de menos más presencia de “artesanos”, uno de sus efectos colaterales ha consistido en la creación de una especie de barrera activa que no solo les ha separado del panteón que distingue a los grandes genios de la disciplina, sino que parece empujarles a una palmadita en la espalda de agradecimiento primero, y al olvido después. Pero hay que dedicar unas palabras especiales a Mamoru Hosoda, un director de una filmografía dolorosamente manufacturada, repleta de obras que prefieren canjear momentos puntuales de genialidad a cambio de proporcionar al espectador una sensación igualmente difícil de encontrar: la de estar viendo películas machacadas y trabajadas hasta pulir la más mínima irregularidad, como si su director y guionista no dedicara su vida a nada más durante los tres años que separan cada una. Como La chica que saltaba a través del tiempo, como Summer Wars y como Wolf Children, El niño y la bestia no se conforma con un estimable mínimo competente. Es modélica.
Ello no quiere decir que no exista una consistencia temática porque como en sus tres películas anteriores, en El Niño y la bestia Hosoda vuelve a comunicarnos que la fantasía puede ser algo más que una válvula de escape: es nuestro arma más poderosa para devolver a la realidad una patada en las pelotas. El niño y la bestia es la historia de Ren, un niño fugado de su hogar tras el divorcio de sus padres que acaba reclutado por Kunematsu, una temperamental bestia divina necesitada de un aprendiz para ocupar el lugar que cree que le corresponde a la cabeza del panteón de dioses. Ambos inician así una relación que se prolonga durante años y a través de la cual Hosoda explora temas como la ansiedad, la depresión y la soledad consustanciales al mundo de nuestros días — y en particular en los jóvenes –, manifestadas en una especie de reflejo sombrío de nuestro joven protagonista que acaba convirtiéndose en el antagonista de la película.
Pero lo que en estas líneas parece una rústica metáfora se convierte en un elemento que Hosoda saca a relucir con experta mano en momentos puntuales y que no solo esconde hábilmente entre aventuras, combates y drama paternal protagonizado por un personaje irresistible como Kunematsu, sino que la transforma en algo más que una imagen para convertirla en un problema real, con soluciones reales: cuando Ren regresa a nuestro mundo y conoce a Kaede (no tanto interés romántico como maestra de Ren en los quehaceres diarios, en otro indicio de que la unidimensionalidad no va con Hosoda), Kunematsu le ha transformado en un adulto dispuesto a abordar el desafío de conocer a su verdadero padre. En el mundo de Hosoda sus personajes sueñan, vuelan, viajan en el tiempo, son avatares superpoderosos en mundos virtuales, pero buscan trabajo, estudian, entablan relaciones humanas enriquecedoras y se convierten en miembros de la sociedad sin renunciar a su individualidad. Para Hosoda, la fantasía no es una disyunción, sino un mundo al que podemos acceder cuando queramos para extraer nuestras energías.
Con tantos frentes abiertos en ambos mundos, con tantos objetivos para tantos personajes, es posible que El niño y la bestia abuse de vez en cuando de los símbolos que emplea para aclarar su narrativa, pero el caso es que Hosoda tiene la virtud de llenarlos de contenido hasta casi convencer al espectador de su eficacia: si una referencia a Moby Dick parece excesiva, Hosoda la transforma en un avatar malvado, fruto de la necesidad imperiosa que tiene de atar absolutamente todos los cabos. No es absolutmente imprescindible pero de ese defecto emerge también su gusto por el detalle, manifestado en la extraordinaria relación entre Ren y Kunematsu. Lo que al principio es un sincesar de broncas y la especia de la película durante su primera hora, evoluciona a un entendimiento mutuo, que a su vez se combina de forma natural con resto de relaciones de la película, entre padres e hijos o pupilos y maestras, que estructuran la película, todas simultáneamente familiares y distintivas, y todas entrelazadas entre sí hasta el punto de que el más leve cambio en una de ellas afecta invariablemente al resto.
Y al final, El niño y la bestia es una película que soporta el escrutinio de los más nimios detalles como el casi inconsciente contraste entre un mundo, el de Kunematsu, repleto de vida, de pequeños momentos y de pequeños y grandes lugares, y un mundo real construida a base de detalles de aburrimiento, repleto de formularios, de burocracia, de gente anónima y desenfocada que pasea por la calle ajena al extraordinario universo que les espera al dar la vuelta a un callejón. Ren me recuerda a una frase de Joe contra el Volcán, cuando Patricia (Meg Ryan) recuerda cómo su padre decía que la gente está dormida todo el tiempo salvo unos pocos afortunados que contemplan el mundo en un permanente estado de asombro. Ren está despierto. Y Hosoda también.