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Negociador

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El éxito de Ocho Apellidos Vascos ha hecho que el nombre de Borja Cobeaga, coguionista junto a Diego San José, se asocie a la comedia de megaéxtio, al gag eficaz de alcance universal. Ésa puede ser su faceta más conocida, la que permitió hacer de Vaya Semanita un hito en la ETB y convertir el humor en la mejor baza para unir sensibilidades bien distintas. Pero Cobeaga también es el tipo de la comedia bajonera que vimos en Pagafantas, esa en la que el humor es situacional, pero no una forma de ocultar la amargura cotidiana. En Negociador vuelve a esa faceta de una forma tremendamente depurada, algo idóneo en un título que, sin querer ser una recreación realista de los acontecimientos que llevaron a el alto el fuego permanente de ETA, sí juega la baza de lo cotidianamente probable.

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© Avalon

En la película Ramón Barea da vida a un alter ego cinematográfico de Jesús Eguiguren, mítico miembro del PSE que, como político de pura vocación y con verdadera fe en el diálogo, sólo pretende dar carpetazo a más de 30 años terrorismo en un momento idóneo para ello. No importa su reputación, no importa que el mero hecho de participar en un diálogo con ETA suponga su inmolación como político, incluso en su propio partido, lo que importa es llegar de una vez al final. Es por eso que el personaje que compone Barea es un tipo de aspecto descuidado, solitario por carácter y por obligación. Para los abertzales es un traidor a la patria, para los suyos un incómodo individuo en tiempos de “no se negocia con terroristas”. Es un desterrado de todos los bandos y, sin embargo, la persona con más voluntad por hermanarlos.

A partir de ahí Cobeaga decide dar un rodeo a los formalismos de un diálogo/negociación para centrar su atención en los detalles aledaños, en las situaciones cotidianas fuera de una mesa de reuniones. Decide bordear lo que hubiera podido ser un thriller de despachos para buscar la empatía que producen momentos donde lo político deja de tener sentido para dar paso a lo humano y el reconocimiento del otro. Es en esas situaciones donde la pose enfrentada se desmorona, y donde empieza a surgir la comedia en forma de cortejo buenroller donde un desayuno en el hotel, una sesión de jogging o unas cervezas en un bar marcan el avance de las conversaciones. Un cortejo, de hecho, es casi la representación ideal de todo: si triunfas llega la felicidad, si no, vuelves a la soledad un poco más destruido si cabe. Siempre sin olvidar lo que hay en juego, lo que puede suponer un gesto o una palabra en el momento menos indicado.

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© Avalon

Acompaña mucho a ese tono todo el aspecto formal de una película que es pausada, gris, austera y a la vez elegante. Una puesta en escena que destaca lo cautivo y minúsculo de un momento clave en la historia reciente de nuestro país. Una película que desprende esperanza, la de aquel momento y la actual, pero sin caer en una ingenuidad que en algún momento el propio protagonista se reprocha. Aún quedan pasos por dar y cierta incertidumbre que siempre sobrevuela un problema de este tipo. Pero hemos mejorado notablemente, el aire está más limpio y el sol brilla un poco más.

Quizás lo que mejor encierre la esencia de la película sea su inicio y su desenlace. Situaciones casi idénticas en un bar de menú de toda la vida, donde un detalle tan tonto como una mirada y un saludo definen el cambio en la salud política de un país y una región de forma impecable. Un detalle casi tan sutil y a la vez importante como que hoy día se pueda hacer una película como ésta.


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