Nightcrawler es una historia sobre las ciudades del siglo XXI y las personas que engendran: superficiales, desconectadas y concebidas como el resultado de relaciones empresariales donde la ley y la moral pasan a un segundo plano. Concretamente es la historia de uno de sus hijos: Lou Bloom, un psicópata con una cámara de vídeo dotado de una intensidad que infecta a todos los que le rodean, incapaces de ver más allá de su mentalidad construida sobre un curso básico de economía. Si bien Nightcrawler parece una película distanciada merced a la arriesgada interpretación de su actor protagonista, vacía de todo tipo de empatía, en realidad apela constantemente a tu indignación, hacia los medios de comunicación en particular. Y sin embargo, al elegir presentarnos el mundo a través de un fascinante individuo, Nightcrawler prefiere constatar sobre todo y como un hecho evidente el lento, progresivo y catastrófico efecto de la Gran Ciudad, una que genera monstruos, sobre todos nosotros.
Bien como entretenimiento, pero mucho mejor como descripción de un comportamiento tan amoral como supuestamente “útil” en la cultura económica de nuestros días.
Merced a la combinación entre Gyllenhaal, Dan Gilroy (director, en su opera prima), James Newton Howard (música) y Robert Elswit (fotografía), Nightcrawler me funciona mucho mejor como pieza de observación que como suspense o thriller policíaco, géneros que visita de cuando en cuando –y con más asiduidad conforme avanza el film– porque es en sus momentos más “ambientales”, más pausados, cuando saca lo mejor de sí misma: el carácter incómodo que reside en sus pequeños detalles, como cuando Bloom manipula en silencio una escena de un crimen para conseguir el máximo efecto en los futuros espectadores, y la sensación de frialdad que transmite una Los Ángeles desprovista de encanto pasado, vacía, banal, estéril. “Una suerte de nada absoluta”, decía Elswit, nacido allí, en una entrevista. El caldo de cultivo perfecto para nuestro protagonista.
Tengo que admirar la forma en la que la película se mete en el mundo de Bloom, para quien todo se reduce a un conjunto de relaciones superficiales basadas en oferta y demanda donde la violencia es su moneda de cambio. Todo crimen o acto heroico que Bloom graba se observa con intención aséptica, como “material de rodaje”. Todo secundario es contemplado como una ventaja o un obstáculo, desde el principal competidor de Bloom hasta su becario. Y la única conexión importante del film, la que entabla Bloom con su productora, Nina Romina, no esconde ningún tipo de transformación. Ella le acepta inmediatamente como empleado porque sus brutales imágenes despiertan una pasión alimentada por el éxito que le comportan, y que le lleva a descartar sumariamente las consideraciones éticas que implica meter a Lou Bloom en su vida. En Nightcrawler, los locos se encuentran entre sí.
A veces Gilroy intenta imprimir al conjunto una urgencia que choca con su talante descriptivo y con el apacible aspecto y la sensación de falsa calma que desprende nuestro protagonista. Yo veo cierta tensión extraña dentro la película, no contenta con ser un simple estudio de personajes para dedicar gran parte de su metraje a un asesinato que sirve de impulsor del film hasta su conclusión, y que funciona como un mecanismo un poco artificial –pero sólido, de todas formas y con una persecución de órdago–. Me pregunto si no habría sido mejor que la película se traicionara un poquito a sí misma en este sentido para sacarnos de su actor principal y dar cierta importancia adicional a Rene Russo, porque esta señora ejecuta un papel muy complicado (la Bonnie de Clyde, la Harley del Joker) con el tradicional aplomo e inteligencia que ha demostrado en toda su carrera. Hace mes y medio confesó que nunca tuvo un especial afecto por la interpretación. Y qué César ha perdido Roma.
Sea como fuere, cada vez que hay dudas la película regresa a Gyllenhaal y asunto solucionado. Es muy tentador hablar de su transformación física –su pérdida de peso remarca sus ojos hasta convertirlos en extrañas… ¿lentes?, por qué no, ya que estamos hablando de observar– de la gestualidad de sus manos, de la pasión que inyecta a Bloom a la caza del próximo cadáver, y de su voz, ARG, ESA MALDITA VOZ totalmente inane con la que recita párrafos de libro de autoayuda y curso Don Pimpón de Economía para Dummies que justificar su cada vez más extremo comportamiento. Pero yo me voy a quedar con sus pausas y sus silencios que nos recuerdan que Lou Bloom es un vacío que intenta llenar con un objetivo: la autorrealización personal a través de la economía de mercado y en la ciudad donde alcanza su máxima expresión, al monetizar el dolor humano. Gyllenhaal marca voluntariamente una distancia con el espectador, que nos impide comunicarnos con él, pero que a la vez nos permite establecer un juicio limpio y nos permite ver el gran cuadro: Bloom es un producto de la circunstancia y un perfecto engranaje social. Tarde o temprano tenía que aparecer alguien como él. Su presencia es inevitable.