Ghost in the Shell siempre ha tenido un universo que me ha fascinado por todo lo que tiene de premonitorio sobre el futuro tecnológico y social y por como aborda las implicaciones filosóficas de un mundo donde humano, máquina y red han borrado sus fronteras. Un nuevo paso evolutivo a través de la tecnología del que, de algún modo, ya estamos viviendo el germen.
Que Hollywood decidiera hacer una adaptación de este universo era cuestión de tiempo. De hecho, la película que nos ocupa lleva muchos años gestándose y la precursora, la estupenda Ghost in the Shell de Mamoru Oshii, ha sido referente esencial para títulos posteriores como Matrix. La duda lógica era si Hollywood, una vez más, iba a hacer una adaptación que limase las asperezas del original para hacer una reinterpretación de fácil digestión. La respuesta es que sí. Ya podía intuirse con la elección de un director tan poco llamativo como Rupert Sanders y unos guionistas solventes pero totalmente impersonales, William Wheeler y Jamie Moss.
Esta nueva Ghost in the Shell toma como referente principal la primera película de 1995 y algún elemento de la segunda, mezclando la trama de aquella con la de la segunda temporada de Stand Alone Complex, la serie de televisión. Con todo ello construye un relato cuyo tema no es tan filosófico como identitario, por lo que las preguntas que plantea la película no van encaminadas a entender la naturaleza del ser humano cuando deja de serlo, sino a reconstruir la historia de su protagonista, cuyo pasado es una incógnita.
Esta trama, mucho más convencional en lo referente a los temas que plantea y, por tanto, perfectamente vendible a un público generalista, es lo que quizás ha permitido que a nivel de tono, ritmo y puesta en escena, este título sea escrupulosamente fiel a la película de Oshii, replicando varias de sus escenas y planos más emblemáticos. Lo cual, para alguien que ya se la conoce al dedillo, está a medio camino entre la sacralización y la pereza.
Es muy probable que para un neófito este título suponga una excelente puerta de entrada a este universo, sin la a veces excesiva verborrea que, lejos de resultar elocuente, acababa funcionando como un rompecabezas conceptual bastante correoso salvo para gente familiarizada con el lenguaje filosófico y teorías como la establecida en el Manifiesto Cyborg de Donna Haraway. Una tendencia a la austeridad en el ritmo y saturación intelectual que pesó especialmente a Ghost in the Shell: Innocence, la segunda película de Oshii.
Pero, por otro lado, todo el poso y los interrogantes que planteaba Oshii, que es quien estableció un hermanamiento casi directo con títulos como Blade Runner en forma y fondo, aquí están totalmente diluidos y la sensación final es la de un entretenimiento digno pero con una palpable disonancia entre el tono y la trama.
Conociendo bien las obras de partida, pensé que quizás mi sensación era debida a que el efecto de sorpresa estaba casi anulado, cosa que en parte es cierta. Pero es lógico también llegar a este punto cuando a una obra que, como digo, respeta profundamente la forma de otra que plantea grandes interrogantes, se le arrebatan éstos. Queda de algún modo vacía, pierde el alma, curiosamente el concepto central sobre el que pivota siempre este universo.
Está claro que sólo por el deleite visual merece la pena ser vista y, aunque plantea una trama bastante sencilla, ésta está bien resuelta y la peli cumple sin problema con los mínimos indispensables, lo que no quita que estemos ante otra disputa entre comercialidad y calado que, una vez más, se ha decantado a favor de la primera.