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Hasta el último hombre

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WARNING: TOCHOPOST (y si crees que hay SPOILERS, posiblemente los haya. Sorry)

Hacksaw Ridge se nos presenta como la reconstrucción ajustada de la vida del médico de combate, objetor de conciencia y protestante adventista Desmond Doss, un hombre que salvó sin pegar un solo tiro, y tras mucha incomprensión y abusos por parte de su familia y de sus propios compañeros de armas, al menos a medio centenar de soldados durante la batalla de Okinawa en la primavera de 1945. Esta descripción, sin embargo, apenas rasca la superficie. Hacksaw Ridge es realmente una homilía ultraortodoxa de su director sobre lo que entiende por la aplicación última de la fe cristiana en un escenario definitivo que separa a quienes la piden de muleta de quienes la blanden como escudo: el Infierno. Es, con diferencia, la película más radical e insular de Mel Gibson, una incendiaria (y más astuta de lo que parece) declaración sobre los diferentes grados de la “pureza” de la fe, sobre las tribulaciones de un verdadero soldado de Dios obligado a defender sus convicciones primero, y arriesgar su vida después, frente a los fariseos que tiene por camaradas.

Y es, por tercera vez consecutiva, una película donde el fervor de su director me llega casi intacto, merced a su pericia profesional y, como añadido, a su exquisita elección para el papel protagonista absoluto; un actor con los mismos niveles de arrojo, convicción y, vamos a decirlo, absoluto desenfreno emocional como los que demuestra el realizador tras la cámara. De ahí surge el carácter de lo que, sobre el papel, parece la clase de película que se estrena por estas fechas y la nominan a muchas cosas. “Basada en una historia real”, “El Retorno de Mel”, “Si es que al final el tío sabe rodar”, etc. Conste que, como ejemplo de cine de género, Hacksaw Ridge me parece estupenda: cero grasa, superprofesional, bien contada, una que sabe cuando aclarar sus escenas de combate y cuándo abandonarse a la confusión de las trincheras, los puntos graciosos llegan bien, es emotiva en sus momentos serenos, pasteluche en su grado justo, cercana. Bien. Guai. Es un coche muy majo. Pero uno que se mueve con extraño vigor. Porque su motor está repleto de demonios.

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La vehemencia de la declaración de Hacksaw Ridge procede del concepto que tiene esta película de quién es el “enemigo” — es una película bélica, al fin y al cabo — y este caso, el enemigo son todos, en mayor o menor medida. La vida de Doss es un camino de obstáculos y confrontación, comenzando por su padre, siguiendo con sus compañeros y culminando con el bando imperial japonés, objeto este último de una completa despersonalización, lo que sería realmente contraproducente para la película y el sentido común de no ser porque hete aquí que Hacksaw Ridge odia a todo el mundo por igual. Por despersonalizar, hasta se pasa por el forro el carácter patriotero que teóricamente debería acompañar a una producción de estas características y está desprovista prácticamente de símbolos estadounidenses o imperiales. Huelga decir que los tiempos de El Patriota han quedado atrás y que Gibson tiene sus miras en un reino más grande que América (bastante más grande), donde el afecto paternal, el amor carnal o el sentimiento nacionalista palidecen en comparación al éxtasis teresiano que inunda el espíritu del verdadero creyente que es nuestro protagonista.

Explicado así, muchos sacaréis la conclusión de que ya está, Gibson ha perdido definitivamente la chaveta y va a rodar su siguiente película en una cueva, con una rata del tamaño de un portaaviones como director de fotografía, pero el tío es ladino cual Saruman. Este odio cerval está escondido en un mensaje positivo — toda vida es importante –, que endulza un poco el afán confrontacional de Gibson quien, por otro lado, nunca deja que la película se convierta enteramente en un sermón ni un relato ejemplificador de comportamiento. Doss nunca tiene ánimo de inculcar activamente su modo de pensamiento. Solo le basta con que le permitan hacerlo. Es el único rasgo conciliador que percibo en la película, cuyo verdadero mecanismo emocional es más sutil — y es lo que la distingue del habitual telefilm dominical de 13tv — y tan magistral como pelín cafre: la culpa involuntaria.

Porque hemos visto antes a Desmond Doss. Se llamaba Bess McNeill y la película era Rompiendo las Olas. Se llamaba John Coffey y la película era La Milla Verde. Elegidos de Dios que no percibimos a tiempo hasta que es demasiado tarde. Es la expresión religiosa de un fenómeno muy común en la narrativa: el cariñoso capón que escritores, directores, músicos, nos propinan por nuestra incapacidad para percibir fenómenos extraordinarios o, en el caso que nos ocupa y como se describe explícitamente en la película: los milagros. Sucede que a veces el castigo es demasiado severo, como ocurre aquí. “Yo creo en las mismas cosas que tú”, reconoce a Doss un personaje en un momento dado, “pero tú crees…. más”. Este acto de contrición llega después de que los compañeros de Doss hayan padecido sufrimiento y dolor en el campo de batalla, para acabar sanos y salvos gracias al valor de nuestro protagonista, que emerge de sus principios cristianos y del propósito de su misión divina — repito, salvar vidas; dado el largo y tenebroso historial de misiones divinas en nuestro mundo, se me ocurren objetivos mucho peores –. La película entabla una relación bastante incómoda conmigo, espectador, porque acabo interpretando que la sentencia, para mí que no soy capaz de ver la verdadera fe, consiste en acabar paralítico en un lodazal con mis tripas desparramadas de un tiro. Es el único punto negativo que le atribuyo al discurso de la película, innecesariamente despiadada en ciertos momentos, pero increíblemente eficaz, que entiendo como un espasmo de cabreo mal dirigido de su realizador. Mel Gibson don’t fuck around.

No juega ni con mecanismos ni con su personaje principal, porque Mel Gibson está convencido de que una identificación cobra realmente vida cuando se usa en su sentido completo. Doss tiene heridas en sus manos por las fricción de las cuerdas, es literalmente “descendido” hasta la tierra, herido en la rodilla como Dismas y Gestas, realiza trabajos manuales en la Iglesia, es abusado por quienes le ofenden, está enamorado con locura de una joven encuadrada en un punto dado de la película como una Virgen mantel sobre cabeza, recibe su casco militar como a quien se le impone una corona de espinas, por no mencionar el nimio detalle de que entabla un diálogo con Dios sobre la naturaleza de su misión antes de lanzarse a un muro de llamas. Desmond Doss puede que no sea Jesucristo, pero ni mucho menos es la figura “veladamente mesiánica”, diluida, con la que intentan jugar muchas producciones contemporáneas sin arriesgarse del todo. “Velada”, entiende Gibson, “es para pichafrías”.

Doss es un hombre inextricablemente vinculado a una realidad superior de la que toma fuerzas, con la que interactúa y le define como carácter. Es un idealista, en su sentido más estricto, en medio del horror y alimentado de una literatura que lleva aproximadamente 2.000 años en vigor. Es una barbaridad de personaje que necesita de un actor con facilidad innata para desnudar sus emociones a la hora de dar vida a un individuo movido por una fuerza tan potente como es la transverberación. A día de hoy, Andrew Garfield es absolutamente imbatible en ese terreno, y no solo ayuda a reblandecer un mensaje bastante duro al perfilar su personaje con tanta simpatía, sino que, por encima de todo, rellena una ausencia que se me hacía muy difícil de aceptar: la que dejó Christian Bale justo después de realizar la maravillosa Rescue Dawn, románticos combatientes enajenados “en cuyo alma no hay cabida para el miedo” — rezaba una extraordinaria reseña de esa película, cortesía de Steven Boone — “porque está demasiado llena de a-m-o-r”.

Son dos interpretaciones similares pero el contexto formal no podría ser más distinto porque Gibson, a diferencia del universalista director alemán, ha acabado definiendo su voz cinematográfica a través de elementos que se sitúan en las antípodas del naturalismo, comenzando por el uso y abuso de la cámara lenta, que usa como nadie, y continuando con la representación irreal de determinados espacios. Y en este sentido, Hacksaw Ridge es un pelín tramposa: al principio parece tratarse de una mezcla bastante homogénea donde el ingrediente principal es La Pasión de Cristo, diluido con ciertas concesiones más convencionales motivadas por el hecho de que está intentando mostrar un lenguaje cinematográfico más amable y accesible al gran público. Tonos cálidos, suavidad y un poco de backlight para la porción de la película en Estados Unidos, dan pie a pensar en ello. Una sensación que desaparece cuando nos trasladamos a Okinawa, un ambiente vacío de color, sumergido en niebla, fuegos, repleto de misterio y golpes de efecto, cámaras Blackmagic en los bolsillos de los soldados e incluso algunos toques oníricos. Nunca ha abandonado la eficacia — y la brutalidad — como prioridades, pero con el tiempo ha ido afinando algunas soluciones personales que no necesariamente coinciden con las lecciones que aprendió de los directores que le criaron y, de sus dos grandes referentes, le noto cada vez más cercano a George Miller que a Peter Weir, una tendencia que, presumo, se irá acentuando cada vez más conforme pasen los años, en aumento proporcional con el radicalismo de un discurso que, ahora mismo y por otro lado, sigue siendo absolutamente trepidante. Y por aportar una última prueba: hay tres escenas de sustos en la película. Clava ABSOLUTAMENTE LOS TRES.

El caso es que nada de lo que he visto en Hacksaw Ridge me invita a pensar en que Gibson va a apaciguarse. De hecho, la película me permite comprender mejor que La Pasión el ideal que tiene Gibson de la práctica del cristianismo — protestante adventista, en este caso — por los motivos de que no está obligatoriamente ceñido a un texto y la película nos describe una aplicación de la fe sustancialmente más humanista, siendo al fin y al cabo la experiencia de un soldado y marido en guerra. Y ese ideal puede ser francamente contraproducente porque Gibson no solo no está dispuesto a examinar otros puntos de vista. Es que ni siquiera cree que existan. Si apenas he mencionado a los secundarios, aunque destaquen Weaving y especialmente Vaughn, por gracioso, es porque no son más que pequeños mecanismos para ratificar en su validez suprema las convicciones de nuestro protagonista, compañero de una panda de descreídos que acaban viendo la luz con su extraordinaria hazaña. Las mujeres son receptáculos de amor incondicional — no una característica negativa, ni mucho menos… pero es que es la única — y los japoneses son hordas — salvo puntuales excepciones en lo que no deja de ser una representación completamente unilateral del conflicto –.

Y esto no es un “error” o un “deje”. No. Gibson no tiene ningún interés en abrir sus perspectivas porque cree que ya no hay lugar a dónde abrirlas. Ni siquiera tiene un particular interés en que te adscribas a su causa. Simplemente está gritando que está ahí. Y esto es peligrosísimo, porque el cine de Gibson siempre ha sido un elogio del renegado y el único avance que ha experimentado Gibson en este aspecto ha sido el radio de identificación del “contrario”: un pueblo en El Hombre sin Rostro, una monarquía en Braveheart, y sociedades enteras en La Pasión y en Apocalypto. Pero ahora, en Hacksaw Ridge, el contrario son todos. Nadie entiende tus ideales. Nadie te comprende. Estás solo y el único arma en tu defensa es la Biblia que portas contigo. Quita la bondad de su mensaje y te encuentras en un ambiente profundamente irrespirable de soledad y frenesí enajenado. Una cosa quiero dejar clara: no hay nada en Mel Gibson, director, que no me genere fascinación, como moralista radical y como extraordinario realizador que es y que demuestra ser una vez más en esta película. Pero su dinámica me asusta: cuanto más enfadado está, cuanto más solo se encuentra, con más energía comunica sus ideas, y más incrementa su pericia, y más argumentos tiene para narrativizar su cabreo, así que se cabrea más y mejor. Y vuelta a empezar. Me hago aquí una pregunta: ¿hasta cuándo va a durar en este bucle mi realizador estadounidense contemporáneo favorito sin que algo se rompa en mil pedazos?


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