Hay que dejar algo claro: La Llegada es la historia de una mujer cuya existencia en general, y cuya noción de la maternidad en particular, se ven totalmente transformadas tras el primer contacto con el lenguaje de una raza extraterrestre y la película prácticamente clava “existencia”, “contacto”, “lenguaje”, (aquí se queda a una pestaña cogida por los dedos de acabar albergando uno de los conceptos más memorables de la historia del cine sci-fi, nivel señal de Contact), “extraterrestre” y, sobre todo, “transformación”. Es importante que tengáis esto en cuenta porque también creo que La Llegada es una película que resulta afectada por el hecho de verse obligada a extender un relato literario de treinta páginas a una película de 115 minutos. Y negativamente porque, enfrentada a dos opciones — expandir la historia o profundizar en ella –, elige la primera. Eligió mal.
El resultado de esta decisión es una considerable parte de relleno — cuidado y profesional pero relleno al fin y al cabo — en lugar de un asalto sin paliativos a la gran pregunta que formula entre líneas (y que, por no especificar, está intrínsecamente relacionada con el título original y con el concepto de determinismo), verdaderamente relacionada con su protagonista y con el suceso central de la película, y que nunca termina de concretar… lo que tampoco me importa demasiado y al final explicaré por qué. Ahora, a resumir: por un lado, e independientemente de que se trate de una adaptación, creo que existe cierta diferencia de calidad entre la historia central de La Llegada y sus elementos circundantes. Pero por otro y más importante: he visto demasiadas películas repletas de detalles magistrales sin peso específico en el hueso de su narrativa. Para ésta, que hace exactamente lo contrario, lo último que voy a hacer es sacar el palo.
Pronuncian precisamente en Contact una frase cuando entregan a Jodie Foster una pastilla para suicidarse en el caso de que su viaje salga mal: “Puedo pensar”, le dice uno de los técnicos, “en cien motivos para tomarse esta pastilla, pero los motivos que importan son aquellos en los que no puedo pensar”. La Llegada pertenece al canon de las películas con alienígenas en las que el contacto excede a los límites de nuestra comprensión, pero se distingue en la manera de demostrarlo: a través del lenguaje y del efecto físico del mismo en el cerebro humano. A lenguajes distintos, conexiones neuronales distintas, diferentes formas de percibir la realidad. Esto, disputado o no, existe. Se llama Teoría de Sapir-Whorf y es un complejo paradigma de la ciencia cognitiva que la película REALMENTE se molesta en explicarte con afán didáctico y dos huevos toreros y me quito el sombrero, de verdad. Los alienígenas, veréis, emplean logogramas, símbolos traducibles como parte de una palabra, habituales en China o Japón, con la extraordinaria distinción en este caso de que no están limitados por nuestras referencias temporales.
Dicho de otro modo: estos alienígenas tienen un concepto de “tiempo” radicalmente diferente del nuestro, una mezcla no lineal de presente, pasado y futuro que nuestra protagonista, la lingüista Louise Banks, va experimentando conforme se sumerge cada vez más en los fascinantes símbolos circulares. Y más vale que se sumerja deprisa, antes de que la presión internacional ante la falta de comunicación de los extraterrestres aumente hasta el punto de desencadenar un ataque unilateral contra ellos por nuestra parte. Y el impacto que tendrá esta reconfiguración en el cerebro de Louise, en su propia experiencia vital, será capital para salvarnos la vida o destruirnos a todos.
Villeneuve y su equipo no renuncian a la complejidad de esta premisa y el mayor triunfo de La Llegada reside en la manera en la que nos comunican esta clase de sorprendentes sensaciones de una forma misteriosa y atrayente, pero sobre todo, comprensible. Por mucho que el párrafo anterior os haya hervido el cerebro, La Llegada no tiene ningún interés en distanciarse de nosotros y lo demuestra con una fascinante secuencia de primer contacto que se prolonga durante diez minutos con la intención de acomodarme a un nuevo universo con nuevas reglas. Para este objetivo Villeneuve echa mano de una regla de oro elemental que ha seguido (todo lo a rajatabla que se puede seguir) desde que le conocí allá por 2009 con Polytechnique: primero y fundamental, controlar milimétricamente el entorno para transmitirnos una minimalista sensación de inquietud — y se ve las texturas de la nave espacial, la sensación de monumentalidad del OVNI, cuya forma redonda y oscura rompe con el maravilloso valle de Montana donde permanece suspendido, o en los sonidos que compone para él Johann Johannson –.
Cuando llega la hora de los personajes, sin embargo, Villeneuve se pone enteramente en sus manos, cerrando el plano sobre el rostro de nuestros protagonistas hasta que podemos contar las venas de sus córneas o desplazando la cámara acompañando a sus movimientos, y permitiéndome entablar una conexión más directa con ellos, aprendiendo al mismo tiempo y, sin ningún tipo de obstáculo, lo que ellos aprenden, y fascinándonos con lo que ellos se fascinan. Un espectáculo difícil de comprender, pero del que soy un testigo activo y, por lo tanto, profundamente interesado en lo que sucederá a continuación.
El primer beneficio inmediato de esta empatía es que Amy Adams queda liberada de la enorme presión que habría supuesto guiarnos a ciegas por una película que maneja conceptos tan extraños. El segundo beneficio es que su viaje emocional descansa en una idea — pasado, presente y futuro son uno — tan bien fundamentada y plausible que le concede un enorme margen de maniobra conforme va pasando de ser un misterio científico procedimiental a un melodrama descarado para agarrarte de la patata que ignora las profundas consecuencias que comporta una decisión clave que nuestra protagonista toma en un momento dado. Pero lo acepto, porque son semillas que la película ha sembrado con cariño desde sus primeros momentos y tiene argumentos de sobra, pero de sobra, para defender la película que es, en lugar de la que yo querría que fuera.
El “ser humano de género masculino” al que da vida Jeremy Renner tiene las cualidades distintivas de un extra de Rambo III, pero lo acepto porque es un actor con la capacidad de hacer simpático cualquier personaje que caiga en sus manos. Aplíquese lo mismo a Forest Whitaker como “señor militar” o a Michael Stuhlbarg como “señor de la CIA”. Descubro que el personaje de Amy Adams no tiene ninguna característica especialmente discernible más allá de todos los rasgos convencionales que parecen atribuirse por norma a una experta en una materia — está sola, desconectada, no habla con nadie, es una devota de su trabajo — pero aguanto porque tiene un arco, tiene un recorrido, y ahora mismo me vienen a la cabeza pocas actrices tan absolutamente entregadas al “bien común” que es rodar una película; si tiene que actuar de manera completamente apática durante veinte minutos de película porque debajo de los mencionados rasgos no hay nada más, maldita sea, apática va a ser — al margen de que cumple extraordinariamente con una función inmensamente infravalorada: comunicar fascinación.
Y la bola coge velocidad por la ladera y descubro que La Llegada tiene argumentos para replicar todas y cada una de mis quejas. Todas acaban resultando circunstanciales, sobre motivos puramente circunstanciales. ¿El envoltorio “Independence Day“, es decir, la animadversión que generan los alienígenas, bien por su silencio, bien por errores de comunicación, parece un poco apresurada y artificiosa? Bueno, es temáticamente pertinente con una parte esencial de la película: la comunicación genera tensión; la ausencia de la misma, también. Acepto. ¿Es posible escuchar una frase (casi literal) como “me gustan las estrellas pero más me gustas tú” sin que se me caiga la cara de vergüenza ajena? Me da igual a esas alturas de la jugada, me lo he pasado francamente bien y mi cerebro está saciado de ideas para cuando llega ese momento. ¿Hay un punto en que la película da un salto un poquiiiito mal explicado en lo que se refiere a la progresión de la traducción de los símbolos? Mirad el currazo del director de arte Patrice Vermette y de su esposa Marianne Bertrand, esta última encargada específica de los logogramas. Son orgánicos, son instantáneamente reconocibles y representan per-fec-ta-men-te una idea difícil de aprehender. Twitter se va a llenar de memes con los circulitos de marras.
No puedo quejarme. De verdad que no. La Llegada que puede quedarse corta a la hora de enlazar su centro con su perímetro, sus ideas con sus sentimientos, pero nuevamente, como nos acostumbra su director — quien se define a sí mismo más como un catalizador de talentos (parafraseando a Ridley Scott, por cierto) que una voz individual — rigurosa y en la mayor parte de las ocasiones, coherente dentro de sus planteamientos, de impecable factura audiovisual y con respeto extraordinario por mi persona, amparada en una cuestión que me parece capital en mi apreciación, como espectador, del cine de ciencia ficción: La Llegada es una película que plantea preguntas– “¿Ciencia ficción lingüística? ¿Tenemos capacidad para comprender esquemas físicos de pensamiento completamente ajenos a los nuestros? ¿Estamos listos para aceptar esta evolución?” Amos por Dios” — que nunca creí que quisiera responder, hasta que ha caído en mis manos.